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Pausa
Dos veces a la semana suena el teléfono en casa, o el timbre, y del otro lado aparece un encuestador. Cada vez hay más y se presentan mejor preparados. Con el tiempo, han aprendido a ser inmunes al NO. Saben minimizar las excusas y están por todas partes, mendigando quince minutos de nuestras vidas. Si un día la Tierra padeciera un conflicto químico que aniquilase todo —plantas, animales, gente— seguirían sonando los teléfonos por la mañana. El encuestador es la nueva cucaracha del mundo.
Hace un tiempo me invitaron a Lima para dar una charla. Justo antes de volver a casa, en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, unos policías muy enojados me llevaron a la rastra a un subsuelo, me pusieron las manos contra la pared, me abrieron las patas, rompieron una por una las artesanías que yo le llevaba de regalo a mi hija y me hicieron pasar una eternidad maravillosa junto a dos perros amaestrados: uno blanco y el otro negro.
No es de ahora que cuento historias en voz alta. Viene de antes… Como nací en un pueblo, hacíamos fiestas en las quintas, en el medio del campo. Iban drogones, pichones de escritores, jugadores pobres de monte, desocupados, madres solteras, bajistas sin banda y toda clase de comunista: desde afiliados al partido obrero hasta socialistas depresivos que votaban a Zamora o a Vicente.
A mediados de agosto una lectora me mostró una foto de su hija, en piyama y con pantuflas, que leía muy oronda un libro mío. La foto es divertida porque la nena, que puede tener entre ocho y diez años, está cruzada de piernas y parece ajena al mundo. Al final, su madre me hace una pregunta, un poco en chiste y un poco en serio: «Casciari», me dice, «¿cuán alejados de los niños hay que tener tus libros?».
Hace un tiempo me invitaron a Lima para dar una charla. Justo antes de volver a casa, en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, unos policías muy enojados me llevaron a la rastra a un subsuelo, me pusieron las manos contra la pared, me abrieron las piernas, rompieron una por una las artesanías que le llevaba de regalo a Nina y me hicieron pasar una eternidad maravillosa junto a dos perros amaestrados: uno blanco, el otro negro.
Esta semana la revista Nature Neuroscience ha vaticinado la extinción de la caricatura del psicólogo, tal y como la conocemos: el señor adusto con pipa, apoyado en su sillón con indiferencia de tótem, mientras nosotros, pobres infelices, nos hundimos en el diván y oímos la frase típica: «Bien, hábleme de su infancia».
—No quiero saber qué va a pasar conmigo, no quiero saber qué va a pasar con las personas que quiero. No quiero que se te escape una sola palabra ambigua; no quiero pistas. Respetá mi vida, Woung, respetá la felicidad de este noviembre en donde nadie se me ha muerto, quiero seguir acá un tiempo, no quiero que la sombra de tus datos me tapen el solcito— le dije a mi tataranieto—, lo que yo quiero saber del futuro es lo superficial, el chusmerío; soy demasiado cagón para todo lo que importa.
Ahora leo que más del 50% de las mujeres jóvenes consume alcohol esporádicamente en la Argentina, y me vienen a la cabeza las entrañables borrachitas de mi época, que eran mucho menos en número pero mil veces más constantes en periodicidad de consumo. Y es que, para mi modo de ver, la mujer borracha, cuando es joven y está al aire libre en una fiesta, es mejor que casi todas las cosas sobrias que existen.
Don Américo llegó de Europa renovado, erguido, nuevo. Colgada del brazo izquierdo traía a la sobrina nieta Luchía, una chica que no habla una palabra en cristiano pero que ya sentimos como de la familia.