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Pausa
Esta semana se ha recibido en España —con más alarma que vítores, todo hay que decirlo— al gerontólogo inglés Aubrey de Grey (Londres, 1963), que se ha despachado con la teoría de que, en un futuro no muy lejano, «los humanos viviremos mil años, en una especie de eterna juventud».
La prensa europea me está sorprendiendo estos días. Le está dando a la tragedia de Haití una cantidad de páginas en prensa, y de minutos en televisión, muy superior a la que suelen dar a la gente negra que se muere en países distantes y pobres.
Voy a contar algo que ocurrió hace un mes y que, por un momento, nos pareció un milagro de entrecasa. Podría narrar el milagro sin dar a conocer su lógica interna, escondiéndoles a ustedes la explicación que lo desbarata. Pero no haré eso, porque me quedaría un cuentito fantástico y nada más. Voy a narrar los hechos sin trucos. Ustedes verán a las marionetas pero también los hilos que las mueven. Dicho esto, la historia empieza con una mujer, sentada en un sillón, y sigue con una chica de once años que va en coche por la ruta.
Fría mañana de sábado en Mercedes. En la vereda oeste de la casa velatoria Rossi un pequeño grupo de personas fuma en silencio y hace tiempo para entrar. En el interior de la sala hay otros corrillos, otros grupos, que conversan en voz baja de espaldas a un ataúd donde reposa el cadáver de un viejo. Casi todos los concurrentes son personas mayores vestidas de negro. Por eso destacan, junto al féretro, dos niños de cinco años. LUCAS acaba de llegar. En cambio ALEX está allí desde temprano.
Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, tenemos un tema tabú. Sabemos (nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono ha sonado.
Pienso en la posibilidad de que exista una máquina del tiempo y me pregunto: ¿a qué parte de mi historia debería ir, qué acto tendría que cambiar, para que el futuro no me encontrase aquí, encerrado? ¿O sería mejor ir más atrás y salvar a España del nacimiento de Franco, o de David Bisbal?
Ahí está a veces, al costado de mi cama, con el gesto inseguro, como si no supiera qué hacer. Viste de negro riguroso, como los árbitros de antes. Pero debería hacer algún cambio en la indumentaria, algún toque amarillo. La Muerte no es coqueta, no. Ella viene a lo que viene.
¿Qué clase de muertos son los fantasmas, que aparecen por las noches tapados con sábanas blancas y se alejan en zigzag, a trompicones, dando alaridos o cantando? Es extraño que nadie lo haya notado antes: los fantasmas son alcohólicos muertos que regresan por un poco más de alcohol.
Si hay algo que echo de menos aquí, mucho más que a mi motoreta, es volver a ver a mis dos abuelos, los que están vivos. A los dos abuelos muertos también los echo de menos, pero no tengo muchas ganas de verlos aparecer un día entre las visitas.